Donaciones
Fuera de México:

Check out with PayPal

"ANTE PILATO, "EN LA CRUZ" Y "LA RESURRECCION" Por George M. Lamsa

FRAGMENTO DEL LIBRO "MI VECINO JESÚS”
“Una visión de nuestro Salvador a la luz de su lenguaje, gente y tiempo” Escrito por la mente oriental de George M. Lamsa
Traducido con profundo amor, agradecimiento y reconocimiento por nuestro precioso Señor y Salvador Jesucristo).

Capitulo XIV.  Ante Pilato.
La puerta del palacio se abrió, y el sumo sacerdote y su séquito entraron. Jesús entonces fue llevado a la presencia del gobernador. Un regidor de este mundo iba a juzgar al Príncipe del Cielo. Jesús pareció sentirse más animado cuando se vio ya dentro del palacio del gobernador extranjero, un opresor de su gente. Se sentía más cómodo en la casa de este pagano, que en el “Palacio Santo” aquel donde vivían los traicioneros sacerdotes. Allí, él se encontraba en las manos de un bando de asesinos fanáticos. Jesús estaba agotado.  Había pasado toda la noche sin dormir y había sufrido muchos insultos, castigos y malos tratos.
Los sumos sacerdotes y su séquito se quedaron esperando en uno de los cuartos que servía como recepción en la entrada, mientras Jesús era llevado delante del gobernador a una de las habitaciones ejecutivas. Los judíos no podían entrar allí, porque era la Semana Santa. Podían accidentalmente tocar a hombres impíos o ver algunas imágines prohibidas en las paredes y tendrían entonces que purificarse.
Jesús nunca había visto a Pilato anteriormente, y Pilato nunca había oído hablar de Jesús hasta que fue despertado aquella mañana temprano por los siervos y mensajeros del sumo sacerdote, y le informaron lo que había sucedido durante la noche en el palacio del sumo sacerdote. El frío y calculador procurador romano fue movido a simpatía por la delgada y demacrada figura que permanecía en pie delante de él. Sin embargo, este sentimiento súbitamente se transformó en una explosión de ira contra los miembros del Sanedrín.
“¿Qué tengo yo que ver con un caso como este? ¿Acaso soy yo algún sacerdote?” murmuró entre dientes el gobernador, en parte para sí mismo, y en parte hacia los siervos y guardias que permanecían en pie delante de él en una postura militar. Él había esperado encontrarse con un hombre que tuviese todas las características y rasgos de un poderoso revolucionario, cuyo fiero rostro revelase sus crímenes. Esa era la clase de hombre que podía llegar a ser un líder de bandidos. En vez de eso, se encontró con una persona muy diferente de aquel que los siervos le habían retratado con sus palabras. Vio ante sí el rostro más refinado que jamás antes había contemplado. No encontró nada en sus ojos que revelasen crimen alguno; nada en su faz había que no fuese sino amor por la humanidad. Sus ropas sencillas, rasgadas por las manos de los guardas del templo, sus doloridos pies y fragilizado cuerpo, no mostraban absolutamente nada que se pareciese a un criminal.
El procurador le dio a Jesús un nuevo nombre: “El Hombre.” “¿Es éste el hombre que habéis capturado?” “¿Es algún cabecilla éste hombre?” “¿Llamáis peligroso a este hombre?” “¿Decís que es un rey?” Pilato estaba profundamente desilusionado y su ira a flor de piel. Durante un instante, pensó que el sumo sacerdote había preparado toda aquella escena a propósito, que había inventado toda esta maquinación para incitar a los judíos a sublevarse contra el gobierno de Roma. No mucho tiempo antes, los sacerdotes habían hecho la petición a Roma de que deportasen a Pilato de Jerusalén. Este había tomado dinero del templo y lo había utilizado en la construcción de un acueducto para traer agua hasta Jerusalén. Esta y muchas otras falsas acusaciones habían sido formuladas contra él. Los sacerdotes habían sostenido malas relaciones con él durante todo el tiempo de su gobierno en Jerusalén. Ellos estaban siendo muy problemáticos y creándole demasiados obstáculos.
Durante cierto tiempo había reinado la tranquilidad en Palestina, a pesar de que las aspiraciones mesiánicas habían seducido a muchos hombres crédulos a caer en el bandidaje. Aun así, no había rebeliones de naturaleza grave. Pilato no había recibido ningún informe de las autoridades civiles y militares de Galilea sobre las actividades  del Hombre contra quien el sumo sacerdote le estaba presionando para que acusase de traidor. El gobernador escondió sus sentimientos detrás de su dominante personalidad y conducta diplomática. Entonces, de acuerdo a las formalidades de la ley, comenzó a interrogar a Jesús: “¿Hace cuantos años que estás en Jerusalén?” “¿Qué es lo que buscas? ¿Qué daños has hecho al templo? ¿De dónde eres?” ¿Qué más podía preguntarle Pilato?” Él no sabía nada de la venida de Cristo, ni le importaba este tema; le tenía sin cuidado si éste Hombre creía en Dios, o a cuál de las sectas judías pertenecía.
Por algunos momentos se mantuvo yendo de un lado a otro de la habitación, tratando de encontrar una respuesta que darle al sumo sacerdote y a la delegación judía que le esperaba. Finalmente entró en la sala de recepción. Los judíos se levantaron y le saludaron de acuerdo a su costumbre, inclinando sus cabezas hasta el suelo. Hubo un momento de silencio y unos pocos minutos intercambiando salutaciones. Entonces el gobernador se dirigió a ellos en un tono bajo de voz, conteniendo a duras penas su ira. No era capaz de guardar sus sentimientos hacia el Hombre cuya vida estaba en sus manos, y en quien no había hallado falta alguna. “He examinado a este hombre. Y no encontré ninguna falta en él digna de muerte. Políticamente, no hay nada que yo pueda hacer. Tomadle y juzgadle vosotros conforme a vuestra ley.”
Los sumos sacerdotes respondieron: “Si este hombre no fuera culpable, nunca lo hubiésemos traído aquí. Nosotros somos el suelo debajo de tus pies; nosotros somos tus siervos, como bien sabes. No acusaríamos a este hombre si no supiésemos que es digno de muerte. Este hombre ha provocado a toda la nación desde Jerusalén hasta Galilea, predicando en contra de tu gobierno, incitando a una revolución, proclamándose a sí mismo como un rey, y diciéndole al pueblo que no pagase impuestos. ¿Cuántas evidencias más son necesarias? Nosotros no tenemos autoridad para llevarlo a la muerte.” Los eclesiásticos escondían sus verdaderos motivos debajo de este político camuflaje, esa era la única manera por la cual podrían obtener su perversa finalidad.
Pilato encontró por primera vez algún fundamento sobre el cual cuestionar a Jesús. Tan pronto como volvió a encontrarse con él, su primera pregunta fue, “¿Eres tú el Rey de los judíos?” Jesús guardó silencio durante unos instantes. El oriental cree que mientras menos palabras pronuncie mientras esté siendo acusado de algún crimen, mayores oportunidades tendrá de ser libertado. Un hombre puede condenarse a sí mismo a través de una palabra mal dicha inconsciente o inadvertidamente. “Por tus palabras te juzgarán.” El afán del gobernador por una respuesta y su sinceridad intentando librarle, le hicieron responder: Min nowshakh emart hadey o'khraney emar lakh aley: “¿Dices eso por ti mismo, u otros te han dicho esto respecto de mi? Mi reino no es de este mundo.” “Tú puedes ver qué clase de rey soy. Pregúntate a ti mismo, ¿parezco un rey? Si yo fuese rey, mis siervos pelearían por mí, para que yo no cayese en manos de los judíos.”
Pilato le presionó, “Entonces, ¿Tú eres algún tipo de rey?” “Tú dices que yo soy un rey. No, no soy. Yo nací y vine a este mundo, solamente para sufrir y testificar la verdad. Yo me encuentro en tu presencia de esta manera para dar a conocer la verdad al mundo. Si yo no hubiera puesto en evidencia los misterios de la religión, si no hubiese atacado las corruptas prácticas de los sacerdotes, nunca me hubieran traído ante ti.”
“¿Cuáles son esas verdades?” preguntó el gobernador súbitamente, queriendo decir, “Cuáles son los principios en que tú te apoyas y por los cuales te acusan los sacerdotes?” El gobernador no esperó por una respuesta. Sabía perfectamente que toda la trama no pasaba de ser un embuste. La batalla entre Jesús y sus conciudadanos era causada por motivos teológicos. Pilato ignoraba y despreciaba el dogma teológico judío y sus tradiciones. “Dejemos que ellos resuelvan entre sí sus diferencias.”
El gobernador vio que no había ningún crimen cometido que mereciese la muerte en la cruz. Por tanto, en parte para evitarse responsabilidades, y en parte debido a las persuasiones de su mujer y de algunos de los criados del palacio, decidió no hacer nada contra la sangre de este hombre que hasta los propios oficiales de su palacio creían que era inocente, Pilato envió a Jesús a Herodes, que por ese tiempo se hallaba en Jerusalén, y era bajo su jurisdicción que Jesús se encontraba por ser galileo. Jesús no se dignó a responder a las preguntas de Herodes. Hubiese sido completamente inútil hacerlo, ya que Herodes estaba dispuesto a hacer cualquier cosa con tal de complacer a los sacerdotes y fariseos. Él había arrestado a Juan, hijo de un sacerdote, y lo había decapitado por defender la ley de Moisés. ¿Por qué dejaría él escapar a un galileo usurpador y herético del castigo? Aquí había una oportunidad única para que él pudiera redimirse de la sangre inocente que había derramado, a través de simplemente imponer el supremo castigo sobre otro hombre inocente.
Pilato entonces ordenó a sus soldados que le azotasen, pensando que aquellos fríos corazones judíos se ablandarían así. Pero los judíos seguían gritando, “Crucifícalo, crucifícalo. Deja que su sangre sea derramada sobre las cabezas de nuestros hijos. Nosotros no tenemos otro rey sino el César.”

XV. En la Cruz.
El ajetreo de la Pascua había decaído. La ciudad estaba tranquila. Algunos de los hombres ya habían partido, otros se preparaban para salir, pero la mayoría permaneció para ver el mayor espectáculo de toda la semana. El drama gratuito que los sacerdotes iban a presentar superaba hasta aquellos que se ofrecían en el anfiteatro. Cinco hombres iban en breve a ser colgados vivos en unas cruces.
La tortura tenía por fuerza que concluir apresuradamente, para que los hombres condenados pudiesen ser crucificados y enterrados  antes del día solemne de reposo. La procesión salió del palacio del gobernador, Jesús cargaba con su cruz a sus espaldas, rodeado de soldados romanos que eran guardias del templo, y una larga fila de dignatarios judíos, rabís, y sumos sacerdotes que lo siguieron hasta el Gólgota. Las colinas en los alrededores de la ciudad estaban plagadas de hombres que habían llegado temprano para poder ocupar los lugares más próximos a las cruces. La distancia entre la Santa Ciudad y el Gólgota no es mucha, pero el camino está lleno de piedras, y se hace duro atravesarlo porque hay que subirlo cuesta arriba. Este montículo, en su forma, se asemeja a la cabeza de un hombre, fue escogido debido a su ventajosa situación. Las cruces podían ser divisadas desde las azoteas de las casas y las calles. Las mujeres que no podían andar en medio de la densa multitud podían observar desde la ciudad y ver a los cinco hombres condenados a muerte.
La cruz era demasiado pesada para un hombre que había sido tan bárbaramente torturado durante tres días seguidos en manos de los guardias del templo y los soldados. Jesús se encontraba muy debilitado. Mientras subía cuesta arriba, siempre que el extremo de su cruz tocaba las rocas del camino, se caía al suelo hasta que ya no fue capaz de cargar con ella. El castigo que recibió durante esta travesía fue mayor que el sufrido durante sus horas de agonía anteriores. Hasta ahora, solo a los soldados se les había permitido flagelarle, pero ahora todo aquel que lo quisiese, podía también hacerlo.
A la llegada al lugar de la crucifixión, los soldados plantaron rápidamente las cruces, desnudaron a las víctimas, e iniciaron su trabajo. Ya no había nada más que hacer. Ni más cuestiones que interrogar. El día solemne de reposo se aproximaba y el trabajo tenía que ser hecho apresuradamente. Los ejecutores esperaron durante unos breves minutos para que les entregasen en mano un martillo y clavos. Primero fueron colgados los dos ladrones en sus cruces. Hombres que iban a ser ejecutados por desobedecer la ley del imperio. A los ojos de los judíos, tanto estos dos ladrones, como los dos malhechores carecían de toda importancia. Los soldados tuvieron muy pocas dificultades en crucificarlos.
Pero cuando Jesús estaba listo, los soldados sintieron grandes dificultades en apartar cientos de sacerdotes, escribas y fariseos, que estaban escupiéndole encima y gritando Demakh breshakh, “Tu sangre sea sobre tu cabeza.” Ellos habían torturado a Jesús antes de que los soldados hubiesen podido alzarlo entre los dos ladrones en la cruz. Después entonces, trajeron a los dos malhechores y los colgaron a los lados, cada uno a cada lado de los dos ladrones. Y Jesús quedó en medio. Aun los judíos considerados más santos le escupían el rostro y le golpearon su cabeza. Jesús estaba siendo condenado por blasfemar, era un hereje, un enemigo de su Dios. Y este severo trato era considerado un acto de piedad por estos fanáticos judíos.
Jesús fue clavado en la cruz, sus pies y manos atados para que no se pudiera escapar. La sangre comenzó verterse sobre la hierba verde y las blancas piedras que se asemejaban a pequeños altares. No había nada que hacer ya por él, sino esperar el fin. Su vida estaba gradualmente declinando; el cuerpo que había soportado tan cruel sufrimiento comenzó a debilitarse. Aquellos penetrantes ojos castaños que habían descubierto el aguijón de la muerte, aun estando cansados de noches sin dormir y cegados por la sangre de las heridas en su rostro, todavía se mantenían abiertos sólo para ver el amargo fin que se acercaba. Jesús observaba los movimientos de todos los que tenía a su alrededor. Contempló a los ladrones que tenía crucificados a su derecha e izquierda y a los malhechores, y se sorprendió pensando en la causa  por la cual  estos hombres estaban muriendo, entonces miró hacia el templo y la Santa Ciudad a la distancia. Unos pocos días antes había visto millares de corderos, ovejas y vacas sacrificadas por los pecados de sus compatriotas. Ahora era el mismo quien era sacrificado.
Cerca de su cruz se encontraban algunos de los dignatarios, rabís y líderes eclesiásticos que habían argumentado con él y le habían acusado. Habían venido de Jerusalén para ver a su enemigo morir, para ver si el sanador de otros podría ahora mostrar alguna milagrosa señal. Excitados provincianos judíos, con dolor oculto, estaban viendo morir a quien habían esperado que ascendiera al trono de Israel. Era un día espectacular para los judíos de Alejandría y de Roma que habían venido a celebrar la Pascua. Los soldados romanos y los guardias del templo esperaban pacientemente ser testigos de su último aliento.
Aquellos judíos que habían llegado más tarde, se acercaron al frente, aproximándose a la cruz y exclamaron: “Oh tu que destruirías el templo y lo edificarías después de tres días, si tú eres el Hijo de Dios líbrate a ti mismo y baja de esa cruz. A otros salvaste, ¿por qué entonces no puedes salvarte a ti mismo?”
Los dos ladrones y uno de los malhechores también se burlaban de él. Estos hombres participaban en la excitación general y, por unos instantes, parecieron olvidarse de que estaban igual que él en una cruz. De hecho, estos hombres habían escapado de la atención de la multitud porque todo el interés se centraba en la cruz del medio.
Multitudes tumultuosas de judíos de todos los rangos, que se habían reunido alrededor de la cruz, hablaban libremente de Jesús. Ninguno se dignó a dirigir una buena palabra hacia él. Algunos de ellos mostraron un poco de simpatía hacia él; otros disimulaban sus sentimientos y observaban fríamente, mientras que otros aun le maldecían en voz alta. “Bien decíamos nosotros que era un impostor, que él no podía ser el Cristo. No es más que un hombre. ¡Cuál Cristo! ¡Qué tipo de Cristo podía ser éste y venir a salvarnos! Él era simplemente un engañador, un impostor, un blasfemo. Ni siquiera ha tenido el coraje de un bandido para morir con honor. Sus propios males le han hecho acabar así. Dios le ha castigado.”
Unos pocos discípulos suyos, escondidos entre la multitud, estaban atónitos por el repentino desastre que se había apoderado de su líder. Algunos de ellos se olvidaron de que habían tenido algo que ver con él. El Hombre que durante un año había aspirado ser la esperanza Mesiánica anhelada desde hacía tanto tiempo, y que se había proclamado a sí mismo el gran libertador, estaba siendo crucificado entre bandidos y estaba muriendo como un malhechor. Verdaderamente habían caído en desgracia. ¿Por qué tendrían ellos que estar envueltos en este castigo? Mientras más pronto pudiesen verse libres de todo, mejor. Hasta ellos mismos dudaban ahora de que fuese el Cristo, ni tenía la menor semejanza con el hombre que habían recibido de brazos abiertos un año antes.
Jesús oyó las cosas que se decían. Su cuerpo fue torturado con castigos y estaba debilitado por la pérdida de sangre, pero su mente se mantenía despejada. Percibía cada pensamiento en las mentes de aquellos que tenía frente a él. Las dudas de sus discípulos le causaron heridas más profundas en su corazón que los azotes y los clavos en su cuerpo. Examinó los rostros de los que discutían sobre él, pero no dijo nada. Había pasado un año entero predicando, pero no había conseguido ablandar sus corazones. ¿Qué podía hacer ahora en los pocos minutos que le quedaban de vida, colgado en aquella cruz? Aquellos preciados momentos en su vida fueron invertidos en oración y en pensamientos hacia su madre, que permanecía con su cabeza cubierta en medio de la burlona multitud.
Allí estaba Jesús, el Rey de Israel, el Gobernador del Mundo, colgado sobre la cruz, con su nombre y acusación escrito en tres idiomas: hebreo, griego y latín: “Este es Jesús el Rey de los judíos.” El hebreo era la única lengua santa que los judíos leían y entendían. El griego, era la lengua del comercio, utilizado por los mercaderes extranjeros y unos pocos judíos cultos en negocios y transacciones comerciales. El latín, la lengua de la diplomacia, era utilizada por los imperialistas romanos y los militares en los asuntos de gobierno. Jesús era una víctima de los sacerdotes, hombres de negocios y políticos. Faltaba muy poco tiempo para llegar a ser proclamado Rey del Mundo en estas tres lenguas. Los sacerdotes, los ricos y los gobernantes iban a ser santificados por su cruz. Los sueños de los profetas iban a ser cumplidos. Las visiones de los emperadores que aspiraban a un imperio mundial serían desvanecidas. Un nuevo Rey sería establecido. El espíritu había triunfado sobre la carne; lo espiritual sobre lo material. Los poderes de la tierra pronto se inclinarían ante el Príncipe de los Cielos. De la cruz iba a ser elevado el Cristo para permanecer para siempre.
El silencio que Jesús había mantenido durante su sufrimiento en la cruz, había impresionado a los que lo conocían. Aquel que tan solo unos pocos días antes había derrotado a los más eminentes legisladores en la histórica ciudad en sus disputas, ya no podía ahora hablar en protesta o defensa. No podía reprender a los que le acusaban o decían de él falsos testimonios. No podía  maldecir a aquellos que le insultaban. No podía hacer un milagro y así probar su inocencia ante el pueblo. Su agonía y sufrimiento en las últimas horas ensombrecieron todas las cosas que le pasaban como un panorama delante de sus ojos. Su pesar hacia aquellos sacerdotes, que durante toda la semana se habían estado purificando a sí mismos y ofreciendo miles de ofrendas encendidas, solo para participar en un asesinato inocente, le hicieron olvidarse de sí mismo. A los ojos de los espectadores judíos, que esperaron pacientemente durante toda la tarde viéndole morir, él se encontraba pagando el supremo castigo por sus blasfemas enseñanzas. Pero en su propia mente, él sabía que estaba siendo izado en la cruz como la serpiente que levantó Moisés en el desierto. A través de su muerte iba a revelar los secretos del siniestro Sheol, el Hades, y a abrir un nuevo camino para la inmortalidad.
Jesús no tenía respuestas para las acusaciones e insultos. Pero no tardo en responder breve y contundentemente, y sólo para su Dios. Eli, Eli, lmana shabachthani en arameo significa, “Dios mío, Dios mío, para este propósito fui reservado.” “Este era mi destino. Nací y fui puesto para esta hora, para ser crucificado por la verdad. Que digan lo que quieran. Déjales pensar de esta hora lo que ellos deseen. Permíteles que la interpreten a su manera. En cuanto a mí, todo ha sido consumado. Yo entiendo por qué me encuentro aquí. Tenía que cumplir tu voluntad y estoy aquí muriendo de acuerdo a esa voluntad.”
La palabra aramea shabachthani, significa guardar, preservar. Las últimas palabras que fueron pronunciadas a través de los labios de aquel hombre que se estaba muriendo no fueron extranjeras o extrañas; fueron palabras de consolación que un oriental debe proferir cuando está sufriendo y resignado a morir injustamente. Esta es la misma respuesta que le dio a Pilato cuando estaba siendo interrogado, “¿Por qué no hablas y respondes? Yo tengo poder tanto para librarte como para crucificarte.” Jesús respondió a Pilato que no tendría poder alguno si no le hubiese sido dado por su Padre, y que él había nacido para ese propósito.
¿Cómo hubiese sido posible que Jesús cuestionase a Dios? ¿Cómo hubiese sido posible que Dios le abandonase en aquella hora? ¿Qué habrían pensado sus propios discípulos, que se encontraban cerca si le hubiesen escuchado decir que Dios le abandonó? ¡No! - Tal declaración no significaba sino un grito de victoria para sus enemigos y tenía una finalidad para aquellos que todavía tenían alguna fe en él. Los galileos que se encontraban cerca de la cruz le entendieron porque estaba hablando en su idioma. Pero tanto los soldados, como los otros que se encontraban también próximos no podían entender el arameo provinciano y pensaron que estaba llamando a Elías. La palabra Eli, Dios, y el nombre Elia, Elías, suenan de manera muy similar en arameo, especialmente cuando provienen de los fríos labios de un hombre herido y desfigurado sobre cuya cabeza pesa la muerte.
Jesús no citó el Salmo como se encuentra traducido en las biblias occidentales. Si él hubiese citado las Escrituras, las palabras en la cruz habrían sido pronunciadas en hebreo, y no en arameo. En ese caso Mateo habría añadido, “para que se cumpliese la profecía.”
Es imposible que Jesús hubiese dudado de la sabiduría y del poder de Dios en éste supremo momento después de haber proclamado a través de todo su ministerio que él estaba en estrecha armonía y comunión con la voluntad divina. Esta no fue una confesión de que Dios lo había abandonado, como la versión popular occidental implica. Fue una declaración de que Dios había por fin cumplido su propósito a través de su Hijo. No fue un grito de lamento y fatalismo que expresase el desespero de que todo había acabado y de que no había auxilio posible para él. Fue antes, un anuncio de fe en Dios, en la segura confianza de que su muerte traería la victoria final de la verdad, ya que la verdad es grande y debe siempre prevalecer.
La muerte de Jesús iba a trascender y a sobrepasar las limitaciones físicas, y a hacer viva la revelación de Dios de la redención y su eterno propósito a través de un nuevo comienzo para extender su influencia espiritual sobre toda la humanidad. Su muerte fue de hecho, la llave para abrir las puertas de la liberación para todas las personas. Un vaso de agua en el Sahara contiene todas las cualidades del agua, pero está aislado. Los barcos no pueden navegar sobre esta pequeña cantidad de agua, ni los peces vivir y nadar en ella. En el momento que esa agua se evapora llega a ser parte integral de toda el agua en el aire y en el océano. Lo mismo sucede con el hombre que se encuentra vivo físicamente hasta que se conecta con el espíritu. Así es como pensaba Jesucristo de su muerte. Era el fin de su parte física, pero un amplio comienzo de su personalidad espiritual que iba a quebrar todas las barreras de aislamiento y ganar para él y para Dios   almas leales provenientes de todas las naciones y centurias para siempre. Eso es lo que lo llevó a Jerusalén. Su muerte fue el cumplimiento de su destino, y su última palabra contenía el mensaje de triunfo en Dios su Padre, el Consolador de su alma.

Capitulo XVI. La Resurrección

Las tinieblas habían caído sobre las pronunciadas colinas de la alta ciudad. Jerusalén estaba en silencio. Los mercaderes de otros lugares ya habían desmontado sus puestos de las estrechas calles. La fiesta había acabado. Las vibrantes y dramáticas horas de la crucifixión habían terminado. La mayoría de los judíos que habían venido de lejanas tierras habían partido ya. Los demás se estaban preparando para salir en breve. Sacerdotes y ancianos habían vuelto a sus casas a descansar y discutían con sus mujeres y amigos el interesante drama que habían visto y disfrutado. No habían descansado casi nada desde hacía tres días. Durante todo el tiempo que habían estado torturando al hombre, los sumos sacerdotes casi no tuvieron tiempo para comer, ni tan siquiera para purificarse. Ahora estaban recostados en confortables almohadones de lino en sus palacios. Habían ejecutado sus sagrados deberes defendiendo la fe. Habían vencido lo que ellos pensaban que fue una batalla única en la historia de Israel. Aunque habían existido muchos levantamientos políticos e intrigas para deponer a sus reyes y mudar sus formas de gobierno, ninguna había nunca incitado a la revuelta o intentado reformar la religión y ley de Moisés sin que primero ganase una victoria política sobre el estado. Jeroboam y Acab habían conseguido esa notable proeza siendo gobernadores de Israel. Pero ninguno de los grandes profetas se había atrevido a cometer semejante atentado. De hecho, las acciones y conductas del nazareno habían sido el primer ataque abierto jamás realizado contra el sacro séquito sacerdotal, sin haber habido un antecedente político. ¿Quién podría protestar contra los males del sacerdocio y escapar sin castigo? Tan solo unas pocas observaciones habladas livianamente ya le habían costado aun a gobernadores de antaño sus coronas.
El pastor había sido abatido y sus ovejas dispersas. El revolucionario nazareno fue vencido, llevado a la muerte, y su bando de seguidores desbaratado. Los judíos eclesiásticos congratulaban a los que habían dado falsos testimonios y a los guardias del templo por su dura labor y fidelidad. Todos lucían complacidos. ¿Qué otra prueba podían desear y esperar los ciudadanos del sumo sacerdote? El misterioso hombre a quien habían condenado y colgado en la cruz era para ellos solamente un pretencioso. Si él hubiese sido Cristo, pensaban, se habría bajado de la cruz. El auto proclamado invencible Mesías, que vino para subyugar a todas las naciones de la tierra, había muerto sin ofrecer cualquier tipo de protesta o resistencia.
La satisfacción por la muerte del enemigo de su religión, no duraría mucho tiempo. El desasosiego apareció en la faz de algunos de los astutos dignatarios. Mientras más meditaban sobre la muerte de Jesús, más se turbaban sus corazones. Ellos habían cumplido con su deber, poniendo fin a la carrera del hombre que había venido del norte. Pero ellos habían enviado a la cruz a un hombre de su propia fe, que no había ofrecido la más mínima resistencia contra sus captores; que no había proferido ni una sola palabra de protesta durante su tortura, excepto cuando le fue abofeteada su mejilla por uno de los siervos que no poseía autoridad judicial; fue un hombre que voluntariamente había cargado su cruz. De hecho, mientras veían morir a Jesús, se dieron cuenta de que era muy diferente de aquel peligroso hombre de quien habían oído hablar tanto. La incertidumbre y el temor les sobrecogían ahora, a medida que otros hechos les llamaban la atención. El hombre que habían visto yendo a la cruz, como oveja para el matadero, se asemejaba a la figura del sufrido siervo predicho por el profeta Isaías. Ellos temían que pudiese resucitar, tal y como le había prometido a sus discípulos que sucedería.
En la cima del monte Gólgota, a poca distancia de la ciudad, permanecían cinco horribles cruces, manchadas de sangre. Cuatro hombres habían muerto para satisfacer a las autoridades romanas, uno para agradar a la burocracia religiosa. Los cinco eran judíos y miembros de la fe judía. Los cuatro primeros habían conspirado contra las autoridades políticas, el quinto fue acusado de blasfemo. El “León de Judá,” aprisionado en la tumba, en breve seria levantado en victoria.
Dentro de los muros de la ciudad unos cuantos discípulos y amigos todavía permanecían escondidos. El resto había huido a toda prisa hacia el norte, en dirección a Galilea, tratando de escapar del arresto. Algunos de ellos, ya habían recuperado sus viejas redes y barcas y se estaban dedicando nuevamente a pescar. Aunque estaban desconcertados y perplejos, todavía guardaban la fe en su Maestro. Parecían haber perdido el tiempo siguiéndole. Él había dado su vida para hacer que la fe de los judíos locales transcendiese sus fronteras y llegase a ser la fe del mundo entero. Un sumo sacerdote hubiera dado su vida en defensa de su religión, por el bien de su posición oficial y honor. Jesús no había dejado nada, sólo una madre a quien le había encomendado su cuidado a uno de sus amados discípulos. Aun sus vestiduras habían sido repartidas entre los soldados.
Los más fieles entre sus seguidores no podían creer que su Maestro les había abandonado. Aquel que habían visto clavado en la cruz, había levantado muertos y abierto los ojos a los ciegos. ¿Cómo era posible que hubiese muerto? Atónitos como estaban debido al desastre que había caído sobre su Maestro, la mayoría de ellos difícilmente podían acordarse de lo que había sucedido en aquel miércoles por la tarde. Se les hacía muy difícil creer que su Señor hubiese muerto. Las circunstancias que se dieron en su arresto, tortura y crucifixión ocurrieron todas en una tan rápida sucesión y excitación, que ellos no podían recordar qué era lo que exactamente había acontecido. En Caná y en otras partes, las personas conversaban acerca de la muerte del nazareno que había sido tan difundida por todo el país. Algunos le condenaban fuertemente, otros elogiaban su gran valentía y la gracia de sus palabras, y había otros que sencillamente no sabían qué decir.
Entre tanto que sus discípulos pasaban por confusas experiencias, la vida de su Maestro había terminado, pero ellos no podían creer que todo hubiese llegado a un fin. Él había dicho que su muerte era la única vía hacia la victoria, que volvería a levantarse de nuevo, que volvería con ellos. Algunos no podían creer que aquel que levantó a los muertos pudiera permanecer en la tumba. Ellos lo habían visto escaparse de sus enemigos en otras ocasiones. ¿Por qué no podría hacerlo de nuevo? Algunos de sus discípulos habían desaparecido desde el miércoles por la noche, pero habían vuelto a Jerusalén el sábado.
Esperando encubiertamente en la Balakhana, la posada, en sus poderosas y penetrantes imaginaciones orientales, se imaginaban a Jesús de pie delante de ellos. Ellos se planteaban todo este asunto. Su Maestro se encontraba realmente muerto y sus esperanzas del reino en la tierra se habían desvanecido. Con sus sueños de aspiraciones materiales destruidos, ellos comenzaron a meditar espiritualmente. Mientras más pensaban en Jesús, mejor comprendían ahora sus enseñanzas. Cuando estaba con ellos, tomaban sus dichos literalmente. Ahora lo veían todo más claramente. El reino de los cielos que había proclamado, era el reino eterno. Los reinos terrenales llegarán a su fin, y todas las personas en breve se inclinarán ante el Príncipe de los Cielos. La vida temporal iba a ser incorporada con la vida eterna. Su Maestro les había mostrado el camino. Había dado una nueva esperanza a la humanidad, y a la muerte un nuevo significado.
Otros movimientos religiosos habían triunfado o fracasado durante el tiempo en que vivieron sus fundadores. Cuando los fundadores murieron, sus seguidores fueron esparcidos y desaparecieron. Pero la doctrina de Jesús era la doctrina del Dios Viviente. Él les había prometido a sus seguidores que estaría con ellos para siempre. La muerte no podía separarlo de aquellos a quienes amaba. El invencible Sheol que los judíos pensaban, no estaba dentro de la potestad inclusive de su mismo Dios, fue conquistado y sus puertas cerradas, fueron abiertas. Este siniestro Sheol oprimía con fuerza sus ataduras sobre las personas. Cuando un judío moría, se dirigía a este lugar de silencio y sueño, donde era cortado y separado de su Dios.
La salvación del individuo dependía en la continuidad de su posteridad. El muerto vivía en y a través de sus descendientes. No había resurrección. Cuando el Mesías viniese, aquellos que estaban vivos serían organizados en un reino eterno. Este era el concepto que tenían los hebreos sobre la muerte, y esa era la causa por la que se les hacía tan difícil a los discípulos creer que su Señor verdaderamente sería levantado.
Era el principio del sábado. En el oriente, el día se cuenta desde la puesta del sol hasta la siguiente puesta del sol. La quietud de la noche había pasado. Las calles de Jerusalén comenzaban a llenarse de gente. Las últimas caravanas se estaban preparando para ir a sus destinos.
Saliendo de su reclusión y en duelo tres mujeres caminaban en silencio. Sus cabezas estaban cubiertas con velos negros; sus ojos observaban a todos los que pasaban a su lado. Eran María Magdalena, Salomé y María la hermana de Marta. Iban de camino al sepulcro para ofrecerle su último tributo al Amado. Comenzaba el tercer día desde su muerte. Como pensaban, el espíritu de su Señor iba a volver de nuevo a su cuerpo, pero solamente por unos pocos minutos. Todavía se mantiene la creencia de que el espíritu del muerto regresa al tercer día para decirle adiós al cuerpo. Los parientes y amigos de un hombre que ha muerto, esperan en el sepulcro al tercer día, para estar una última vez en compañía de su pariente que ha vuelto para visitarlos.
A esta ceremonia habitualmente sólo asisten las mujeres, que rodean la sepultura, lloran y le hablan al muerto, llamándole por su nombre.
Las mujeres discípulas no querían perderse esta ocasión. Querían llorar en el sepulcro una vez más. Pero en esta ocasión su Señor las escucharía, y aunque no pudieran verlo, él sí las podía ver a ellas. Cuando llegaron, se quedaron extrañadas; el sepulcro se encontraba abierto. Un ángel había removido la gran piedra y estaba sentado encima de ella. Al principio pensaron que el cuerpo había sido robado. Los judíos habían insistido con los romanos para que ejercieran una estricta vigilancia sobre el sepulcro, temiendo que los discípulos pudiesen tener la osadía de robar el cuerpo. Los pocos seguidores fieles que habían permanecido en Jerusalén, también pensaron que los fanáticos judíos,  encendidos en su odio, debieron secretamente haber removido el cuerpo y lo habían puesto en algún lugar desconocido, para que sus discípulos no lo hallasen o tratasen de hacer un santuario de su sepulcro.
Entristecidas y desoladas por la desaparición del cuerpo de su Señor, las mujeres se miraban tímidamente las unas a las otras, cubriendo sus cabezas y mirando con tristeza de vez en cuando dentro del sepulcro vacío. Ellas habían venido para darle su último adiós a su Amado, pero Jesús no estaba allí. “¿Dónde estaría él?” comenzaron a clamar y a cuestionarse la una a la otra. Los judíos no habrían podido sacarlo de allí, porque ellos no pueden tocar un cuerpo muerto. ¿Quién más habría podido robarlo? Entonces el ángel que se mantenía vigilante sobre el sepulcro vacio, les refirió que su Señor había resucitado y que se encontraría con ellas en Galilea, y que ellas debían volver y anunciárselo al resto de los discípulos.
Este es el vital testimonio que los discípulos del Cristo vivo dan a conocer en cada una de las sucesivas generaciones hasta nuestros días. Y quiera Dios, que lo continúen haciendo de igual forma hasta los confines del tiempo: El hecho de que el Resucitado es la ciertísima gloria y la permanente esperanza de la Iglesia. Esta es la victoriosa verdad que hace que la vida tenga valor y sea digna de vivirse, aquí, y en la posteridad.    

Traducción por Juan Luis Molina y Claudia Juárez Garbalena   

Comentarios