Si tiene un nombre debe arrodillarse ante el nombre de JESÚS. De Kenneth Hagin

Cuando Dios da un nombre a algo, también te da autoridad sobre ello, y cuando el enemigo etiqueta tu problema, ese nombre se convierte en su debilidad, no en su poder, porque la Palabra declara que ante el nombre de Jesús toda rodilla debe doblarse, no "podría" doblarse, sino que debe doblarse. Si tiene un nombre —miedo, enfermedad, deuda, soledad, depresión, ansiedad—, ya está derrotado. Tu trabajo no es luchar por la victoria, sino permanecer en la victoria que Jesús ya ganó. No negocias con la oscuridad, le ordenas; no temes a la tormenta, le hablas. Toda situación con nombre en tu vida ya está bajo los pies de Jesús, y si estás en Él, entonces también está bajo tus pies.

Todo problema con nombre tiene una rodilla, y toda rodilla se doblará ante el nombre de Jesús. Esta verdad no es solo un versículo que citamos; es una ley espiritual que gobierna todo el reino invisible. En el momento en que algo es identificado, etiquetado o recibe un nombre, el cielo ya lo clasifica como algo que debe someterse. Dios estableció un reino donde los nombres tienen peso, donde la autoridad fluye a través de la identidad hablada y donde Jesús está por encima de cualquier otro nombre que se haya pronunciado o se pronunciará jamás. Cuando un problema aparece en tu vida y tiene un nombre, ese nombre se convierte en la razón misma por la que debe rendirse y someterse.

El miedo tiene nombre, la enfermedad tiene nombre, la deuda tiene nombre, la ansiedad tiene nombre, la depresión tiene nombre, el fracaso tiene nombre, la soledad tiene nombre. Y si tiene un nombre, tiene una rodilla, y cualquier cosa con una rodilla debe arrodillarse. Cuando la Biblia dice "toda rodilla se doblará", no es poético, es legal; es la corte espiritual de Dios emitiendo una orden al universo entero de que todo lo que tiene un nombre debe reconocer la supremacía de Jesús. Así que, cuando te enfrentas a una circunstancia con nombre, no te enfrentas a algo poderoso, te enfrentas a algo que ya está posicionado debajo de ti.

Cuando pronuncias el nombre de Jesús sobre un problema, le estás recordando a ese problema la postura que se le ha asignado. No estás luchando por el dominio, lo estás haciendo cumplir; no estás suplicando ayuda, estás ejerciendo dominio. Los problemas prosperan en el silencio, pero se desmoronan cuando se confrontan con autoridad. El problema es que muchas personas permiten que los problemas con nombre se levanten y hablen más fuerte que su fe. Narran la situación, le dan vueltas en su mente a la historia, describen los síntomas, pero olvidan que la autoridad que Dios ha puesto en su boca es mayor que la identidad del problema. Cuando pronuncias el nombre de Jesús, estás pronunciando la máxima autoridad en el cielo y en la tierra, la autoridad que desmantela cualquier otro nombre debajo de ella.

Es por esto el enemigo quiere que estés en silencio, por esto quiere que te sientas abrumado, porque mientras no hables, tu problema sigue de pie. Pero en el momento en que declaras el nombre de Jesús con fe, el problema pierde su posición. El nombre de una batalla no es una derrota, es una oportunidad para que la autoridad obre. Dios nunca esperó que te sintieras intimidado por la identidad de un desafío; Él espera que uses el Nombre que está sobre todo nombre. Cuando un médico da un diagnóstico, te está dando un nombre, y ese nombre no es tu perdición, sino tu ventaja. Cuando el miedo se levanta y sientes que tu corazón tiembla, el miedo está revelando su nombre, y una vez que conoces el nombre, conoces la rodilla que debe doblarse.

La autoridad espiritual se activa cuando la fe reconoce que nada con nombre puede superar el rango del nombre de Jesús. Si se puede identificar, se puede derrotar; si puede ser hablado, se puede someter o dominar; si puede arrodillarse, entonces puedes ordenarle. Esta verdad cambia la forma en que caminas en la vida. Dejas de sentirte intimidado por lo que otros temen, dejas de magnificar el problema, dejas de tratar tu lucha como algo permanente. Comienzas a ver todo a través del lente del dominio, comienzas a entender que eres un hijo de Dios, sentado con Cristo, compartiendo autoridad en Su nombre. Así que cuando surge un problema, no entras en pánico, te posicionas; no te desmoronas, ordenas; no te inclinas, haces que se arrodille. Tú entiendes que el nombre de Jesús no es una frase religiosa, es un arma espiritual.

Cuando hablas Su nombre, los demonios tiemblan, la oscuridad retrocede, las situaciones cambian, la atmósfera cambia, el cielo responde, el infierno retrocede y todo lo que tiene nombre recuerda que debe inclinarse. Es por esto que surge la confianza en el corazón de un creyente que conoce esta verdad; no es arrogancia, sino certeza divina. Conoces el poder detrás del nombre que portas, conoces la autoridad que se te ha delegado. Sabes que no importa lo que aparezca en tu camino, si tiene un nombre, no puede permanecer erguido en tu presencia; todo está ya posicionado para inclinarse, tú eres simplemente quien impone esa postura.

La autoridad que portas no es prestada, es heredada a través de Cristo. Esto significa que no estás operando bajo un permiso temporal o un pase espiritual frágil que puede ser revocado. Estás funcionando bajo una herencia comprada con sangre, un derecho de pacto establecido por la muerte, sepultura y resurrección de Jesús. Cuando Él resucitó de entre los muertos, no solo reclamó la victoria para sí mismo, transfirió esa victoria a cada creyente que alguna vez invocara Su nombre. Esta herencia no es emocional, no es temporal, no depende de cómo te sientas en un día particular. Está arraigada en la obra terminada de Cristo, anclada en Su triunfo, sellada por Su sangre e impuesta por Su Palabra.

No te ganaste esta autoridad, no creciste hasta que la tuviste; te fue entregada en el momento en que entraste en la familia de Dios. Fuiste adoptado en la realeza, y con esa adopción llegaron derechos, privilegios y jurisdicción espiritual. Demasiados creyentes viven como si estuvieran tomando prestado poder del cielo, como si estuvieran pidiendo acceso temporal a una autoridad que en realidad no poseen. Pero la verdad es que Dios espera que camines en la autoridad que heredaste. No ruegas por ella, no te disculpas por ella, no te preguntas si es demasiado para alguien como tú. Cuando Cristo te hizo coheredero, te colocó en una posición donde lo que le pertenece a Él ahora te pertenece legalmente a ti.

El mismo poder que lo levantó de los muertos es el poder que ahora vive dentro de ti. La misma autoridad que Él usó para echar fuera demonios, calmar tormentas y sanar enfermos es la autoridad que te delegó a ti. No eres un mendigo espiritual, eres un heredero, y los herederos no operan desde la escasez, operan desde lo que poseen. Cuando le hablas a una situación en el nombre de Jesús, no estás tratando de tomar prestado Su poder, estás ejerciendo la autoridad que Él ya puso en tu espíritu. Al igual que un oficial de policía no es dueño del poder detrás de su placa, pero porta toda la fuerza del gobierno que está detrás de él, tú portas toda la fuerza del cielo detrás de tus palabras.

Cuando hablas con fe, todo el cielo reconoce tu orden porque reconoce la autoridad que heredaste. El mundo espiritual no responde a la personalidad, las emociones o los discursos elocuentes; responde a la autoridad. Y la autoridad que heredaste es la misma autoridad que hizo huir a los demonios de Jesús, que hizo que la enfermedad se evaporara a Su toque, que hizo que las tormentas escucharan Su voz. Esa autoridad vive en ti, fluye a través de ti y espera que la uses. Esta herencia cambia cómo caminas, cómo oras, cómo confrontas al enemigo. No te acercas a las promesas de Dios como alguien que trata de ganar algo, te acercas a ellas como alguien que reclama lo que es legítimamente suyo.

No te acercas a la guerra espiritual con miedo, te acercas con la confianza de alguien que sabe que el resultado ya ha sido decidido. No retrocedes cuando la oscuridad intenta intimidarte, te mantienes firme porque entiendes a quién perteneces. Reconoces que la autoridad que llevas no es frágil, no es temporal, no es incierta; es eterna, establecida e imparable. Cuando entiendes que tu autoridad es heredada, dejas de actuar como un visitante en el reino y comienzas a funcionar como un ciudadano. Dejas de pedirle permiso al enemigo para vivir en paz, para caminar en sanidad, para experimentar avances. Dejas de tolerar cosas de las que Cristo murió para liberarte.

Dejas de aceptar la derrota como parte de tu historia, dejas de creer la mentira de que eres impotente. Comienzas a hablar con la voz de alguien que sabe que el cielo respalda cada palabra que se alinea con la voluntad de Dios. Comienzas a confrontar los desafíos con la mentalidad de un heredero legítimo. 

Esta herencia también conlleva responsabilidad; la autoridad no utilizada es autoridad desperdiciada. Dios espera que operes en la herencia que Cristo ya pagó, espera que resistas al enemigo, espera que hables la Palabra, espera que defiendas tu posición o territorio, no porque seas fuerte en ti mismo, sino porque eres fuerte en la autoridad que Cristo ha puesto dentro de ti.

Cuando actúas bajo esta autoridad, el cielo se mueve contigo, los ángeles responden a tus declaraciones, la oscuridad reconoce tu identidad, las circunstancias cambian, no por quién eres tú, sino por la herencia que portas. La confesión trae alineación; tu boca determina qué se arrodilla y qué permanece de pie. Esta verdad revela un principio espiritual que muchos pasan por alto: la boca no es solo una herramienta de comunicación, es un timón o volante. Dirige el flujo de tu fe, tu autoridad y tus resultados. Lo que dices consistentemente se convierte en lo que experimentas eventualmente.

La confesión no es pensamiento positivo y no es esperanza ilusoria; la confesión es estar de acuerdo con lo que Dios ya ha hablado. Cuando tu boca se alinea con la Palabra, el cielo se alinea con tu situación. Y cuando tu boca se alinea con la duda, el miedo o la negatividad, tus circunstancias se alinean con eso también. Es por esto que el enemigo ataca tus palabras más de lo que ataca tus circunstancias. Él sabe que no puede detener la bendición de Dios, pero puede influenciar las palabras que abren o cierran la puerta a esa bendición. Tu boca determina qué se arrodilla y qué permanece, porque tu confesión empodera tu fe o fortalece tu oposición.

Cuando hablas derrota, estás autorizando a la derrota a qué permanezca. Cuando hablas miedo, autorizas al miedo a permanecer. Cuando hablas escasez, autorizas a la escasez a qué continue. Pero cuando hablas la Palabra de Dios, estás autorizando al cielo a intervenir, estás autorizando al problema a arrodillarse, estás autorizando que la situación cambie. 

La confesión es una ley espiritual, y las leyes funcionan las entiendas o no. Al igual que la gravedad funciona para todos, la confesión funciona para todos. Tu vida ya está probando esta ley; si miras hacia atrás, las cosas que declaraste repetidamente, buenas o malas, se convirtieron en tu realidad. Las palabras son semillas y producen según su género.

El poder de la confesión está arraigado en la autoridad que Dios puso en la boca del creyente. Cuando Dios creó el mundo, Él habló; Él no pensó la creación para que existiera, la declaró. Y como estás hecho a Su imagen, tus palabras tienen fuerza creativa. El enemigo sabe esto, así que intenta moldear tu confesión moldeando tus emociones. Susurra miedo, magnifica los síntomas, agita la ansiedad, no porque estas cosas sean más fuertes que tú, sino porque quiere que hables en acuerdo con ellas. Lo que confiesas consistentemente se convierte en la dirección de tu fe. La fe sigue a tus palabras, la autoridad opera a través de tus palabras, el avance se manifiesta a través de tus palabras. Nada cambia hasta que tu confesión cambia.

Muchos creyentes oran por victoria pero confiesan la derrota. Le piden sanidad a Dios pero hablan de enfermedad. Oran por un avance pero hablan de imposibilidades. Declaran fe en la iglesia pero hablan miedo en casa. Esta doble confesión impide la alineación; la Biblia dice que la persona de doble ánimo es inestable y no debe esperar recibir nada. La confesión estabiliza tu fe, mantiene tu espíritu enfocado, entrena tu mente para seguir la Palabra en lugar de al mundo. Cuando tu boca se niega a estar de acuerdo con el problema, el problema comienza a debilitarse. Cuando tu boca se niega a honrar el miedo, el miedo pierde fuerza. Cuando tu boca permanece conectada a la Palabra, tu vida comienza a moverse en la dirección de esa Palabra.

La confesión no es fingir que el problema no existe, es reconocer que Jesús es Señor sobre él. Es poner el nombre de Jesús por encima del nombre del problema. Cuando hablas sanidad, no estás negando los síntomas, estás declarando la autoridad de Cristo sobre ellos. Cuando hablas de paz, no estás negando la tormenta, le estás ordenando. Cuando hablas de provisión, no estás negando la escasez, estás activando la promesa de Dios que la anula. Tu confesión establece los términos, traza la línea, establece el límite que el enemigo no puede cruzar. La consistencia es la clave; la confesión no es un evento de una sola vez, es un estilo de vida.

No hablas con fe solo cuando te sientes fuerte, hablas especialmente cuando te sientes débil. No hablas la Palabra solo cuando las cosas se ven bien, hablas la Palabra cuando todo parece imposible. La confesión en la oscuridad trae alineación para la luz que eventualmente vendrá. Cada vez que declaras la Palabra, le estás diciendo al problema "te inclinaras". Cada vez que hablas fe, le estás diciendo al miedo "no puedes permanecer". Cada vez que declaras el nombre de Jesús, le estás recordando a la situación su posición asignada. Tu boca es un guardián espiritual; decide qué entra y qué sale de tu vida, decide qué tiene permiso para crecer y qué debe morir, decide qué permanece en pie y qué colapsa.

Si quieres ver qué futuro estás construyendo, escucha las palabras que estás hablando. La confesión siempre revelará la dirección, y cuando tu confesión se alinea con la Palabra de Dios, todo en tu vida comienza a alinearse con la voluntad de Dios. 

La fe no es negar el nombre del problema, es declarar el nombre de Jesús por encima de él. Aquí es donde muchos creyentes malinterpretan la naturaleza de la fe. La fe no es fingir que algo no es real, la fe no requiere que cierres los ojos a tus circunstancias. La fe no se trata de ignorar el problema o pretender que no te afecta; la fe se trata de reconocer una verdad superior, una autoridad superior, un nombre mayor.

El problema puede tener un nombre, pero Jesús tiene el Nombre. El diagnóstico puede ser real, pero Jesús es más real. La circunstancia puede ser apremiante, pero Jesús es mayor. La fe no se aleja de la realidad, la fe eleva la realidad de Cristo por encima de todo lo demás. Cuando declaras el nombre de Jesús, no estás negando lo que existe, estás anunciando lo que debe inclinarse. Por esto Jesús nunca enseñó a sus discípulos a negar las montañas; les enseñó a hablarle a las montañas, a dirigirse a ellas, a confrontarlas, a usar autoridad sobre ellas. Nunca dijo "Finge que la montaña no está ahí". Dijo: "Di a esta montaña: muévete". Eso significa que la montaña es visible, identificable, que tiene nombre.

La fe reconoce el obstáculo pero se niega a dejar que defina el resultado. La fe ve el problema pero se niega a dejar que el problema tenga la última palabra. La fe escucha el informe negativo pero elige hablar el informe superior. La fe no es ceguera, es denuedo. Cuando declaras el nombre de Jesús por encima del nombre de los problemas, estás cambiando la jerarquía, estás colocando la situación bajo Su autoridad legítima. Los problemas quieren elevarse a sí mismos; el miedo quiere sonar como la voz más fuerte, los síntomas quieren convencerte de que son permanentes, la escasez quiere presentarse como tu destino. Pero la fe se para en medio de todas estas voces y dice: "Jesús es Señor sobre esto".

Esa declaración no es débil, no es simbólica, no es jerga religiosa; es una orden en el reino espiritual que reorganiza todo bajo el gobierno de Cristo. Cuando la fe habla el nombre de Jesús, activa la autoridad que obliga a cada nombre inferior a someterse. El enemigo no tiene miedo de tus emociones, tus lágrimas o incluso tu desesperación; tiene miedo de tu fe hablando el nombre de Jesús, porque sabe que en el momento en que ese nombre se declara con fe, su influencia comienza a desmoronarse. Sabe que no puede permanecer en la presencia de esa autoridad. Sabe que una vez que el nombre de Jesús es exaltado, sus mentiras pierden poder. La fe no le da espacio al enemigo para negociar; la fe declara la supremacía de Jesús sin vacilación ni disputa ni concesión.

Esta declaración es el puente entre la promesa de Dios y la manifestación en tu vida. Muchos creyentes debilitan su fe negando el problema en lugar de declarar la autoridad de Jesús. Dicen "no estoy enfermo" cuando los síntomas son visibles, pensando que la fe significa fingir. La fe real dice "por sus llagas soy sanado", poniendo el nombre de Jesús por encima de la enfermedad. Dicen "no estoy luchando" cuando la lucha es real. La fe real dice "mi Dios suplirá todas mis necesidades", poniendo el nombre de Jesús por encima de la lucha. La negación te aísla, la declaración te empodera. Negar la realidad te mantiene atado, declarar el nombre de Jesús sobre la realidad te hace libre.

Cuando elevas el nombre de Jesús, dejas de ver el problema como algo que se eleva sobre ti y empiezas a verlo como algo que ya está bajo Sus pies y, por lo tanto, bajo los tuyos. La fe cambia tu postura; dejas de abordar el problema como una víctima y comienzas a abordarlo como un vencedor. Dejas de entrar en pánico y comienzas a proclamar. Dejas de magnificar la situación y comienzas a magnificar al Salvador. La fe pone a Jesús en Su lugar legítimo en tu confesión, y una vez que Él está en el lugar más alto, todo lo demás debe moverse hacia abajo. Es por eso que tu declaración importa: lo que hablas revela lo que crees.

Si el nombre de Jesús está sobre todo nombre, entonces debe estar sobre todo nombre que se levante contra ti: sobre el nombre del miedo, sobre el nombre de la depresión, sobre el nombre de la enfermedad, sobre el nombre de la presión financiera, sobre el nombre de la incertidumbre. Cuando declaras el nombre de Jesús sobre estas cosas, no las estás ignorando, las estás destronando. La fe te hace valiente, la fe te hace inquebrantable. La fe te permite pararte en medio de la tormenta y declarar el señorío de Jesús sin vacilar. No eres movido por lo que ves porque sabes bajo quién estás. No te sientes intimidado por lo que tiene un nombre porque conoces el Nombre sobre todos los nombres.

Cuando operas en este nivel de fe, la atmósfera a tu alrededor cambia, tu mente cambia, tu espíritu se fortalece. El problema comienza a perder su control porque no puede permanecer elevado cuando Jesús está siendo exaltado. Ninguna situación es más grande que el creyente que conoce sus derechos de pacto. Este entendimiento transforma la forma en que confrontas los desafíos en la vida, porque dejas de verte a ti mismo como alguien tratando de sobrevivir y comienzas a verte como alguien que ya está posicionado en la victoria. Un derecho de pacto no es una bendición que esperas, es una realidad que Dios ha garantizado legalmente a través de la sangre de Jesús.

Cuando realmente entiendes tu pacto, caminas diferente, hablas diferente y respondes diferente. Comienzas a ver cada situación a través del lente de lo que Dios ya ha prometido, no de lo que la circunstancia amenaza. La mayor estrategia del diablo es mantener a los creyentes ignorantes de Su pacto, porque sabe que un creyente que entiende sus derechos se vuelve imparable. Ya no aceptan la derrota como normal, ya no se sientan y permiten que los ataques los abrumen. Se levantan porque saben lo que les pertenece. Un creyente con conocimiento del pacto no se desmorona bajo presión porque sabe que está respaldado por el sistema legal del cielo.

Dios no te trajo a Su familia con las manos vacías; te equipó con autoridad, promesas y derechos espirituales que no pueden ser quitados por el miedo, por la enfermedad, por la pobreza o por el enemigo. Cuando conoces tus derechos de pacto, dejas de hacer oraciones débiles, dejas de rogarle a Dios que haga lo que ya prometió. En cambio, te paras en Su Palabra y haces cumplir lo que ya es tuyo. No oras como alguien que espera que Dios le escuche, oras como alguien que sabe que tiene el derecho de acercarse confiadamente y con denuedo al trono de la gracia. No peleas batallas como alguien tratando de ganar, peleas como alguien que sabe que la victoria ya fue ganada en la cruz.

Entender tu pacto te da claridad; te hace ver que ninguna situación es final, que ningún ataque es permanente, que ningún revés es invencible. Cuando sabes lo que Dios ha prometido, dejas de magnificar el problema y comienzas a magnificar la provisión. Dejas de hablar del tamaño de la montaña y comienzas a hablar del tamaño de tu Dios. El pacto cambia el enfoque de lo que tú no puedes hacer a lo que Dios ya ha hecho. Y una vez que comprendes esa verdad, el miedo pierde su control, la duda pierde su voz, la ansiedad pierde su influencia. Comienzas a responder diferente porque tu confianza ya no está arraigada en tu fuerza, sino en tu pacto.

Un creyente con conocimiento del pacto no tolera lo que Jesús derrotó. No permiten que la enfermedad permanezca sin resistirla, no permiten que el miedo gobierne su mente sin confrontarlo, no permiten que la escasez dicte su futuro, no permiten que la negatividad moldee su identidad. Se mantienen firmes porque entienden que tienen un derecho legal a la paz, a la sanidad, a la provisión, a la protección, a la victoria. Se niegan a inclinarse ante las situaciones porque saben que las situaciones deben arrodillarse ante la autoridad que Jesús les dio. Tu derecho de pacto no es solo una verdad espiritual; es un arma, es un escudo, es una garantía de que ninguna situación puede dominarte a menos que renuncies a tu autoridad.

Cuando entiendes tus derechos de pacto, dejas de permitir que el enemigo ocupe espacio en tu vida. Él no tiene derecho a ello. Dejas de aceptar las mentiras que susurra sobre tu futuro, dejas de creer los límites que intenta imponerte, dejas de caminar por la vida como alguien impotente. Te levantas con una nueva fuerza porque sabes que el Dios que hizo el pacto no puede fallar. Sabes que Sus promesas no son palabras vacías, son garantías legales selladas con la sangre de Su hijo. Cada vez que hablas la Palabra en fe, estás ejerciendo tu pacto. Cada vez que te paras contra el miedo, estás haciendo cumplir tu pacto.

Cada vez que rechazas la oscuridad con autoridad, le estás recordando al enemigo que conoces tus derechos. El momento en que un creyente se da cuenta de sus derechos de pacto es el momento en que se vuelve peligroso para el infierno, porque nada intimida a una persona que sabe quién es en Cristo. Nada abruma a alguien que entiende su herencia espiritual. Las situaciones pierden su poder, las circunstancias pierden su aguijón, los ataques pierden su efectividad. Te elevas por encima de todo porque tu autoridad no viene del mundo, viene del pacto que Dios mismo estableció. Ninguna situación, ningún problema, ninguna circunstancia es más grande que el creyente que conoce sus derechos de pacto.

La victoria llega cuando dejas de describir la montaña y comienzas a ordenarle. Muchas personas pasan sus vidas dando vueltas en sus mentes a los detalles de sus luchas, hablando interminablemente sobre lo que está mal, cuán difíciles son las cosas y cuán imposible se siente todo. Pero la descripción nunca ha movido una montaña, la explicación nunca ha cambiado una circunstancia, el análisis nunca ha echado fuera el miedo. Lo que Dios te dio no es la tarea de narrar tus problemas, sino la autoridad para hablarles. Las montañas no responden a las emociones, responden a órdenes. La fe nunca fue diseñada para ser pasiva; la fe habla, la fe declara, la fe confronta, la fe usa la autoridad que Dios puso en tu boca para cambiar la situación en lugar de repetirla.

Cuando Jesús enseñó a sus discípulos sobre mover montañas, no les dijo que oraran por la montaña, les dijo que le hablaran a la montaña. Eso significa que la montaña tiene oídos, significa que la montaña entiende la autoridad, significa que la montaña está esperando tu orden. Mientras sigas describiéndola, la montaña se mantiene de pie, pero en el momento en que emites una orden llena de fe, la montaña pierde su derecho a permanecer. Dios ya conoce los detalles de tu situación, no necesita tu explicación, necesita tu activación. Necesita que hables la Palabra, no la preocupación. Necesita que declares el resultado, no el obstáculo. El milagro se libera cuando tu voz deja de hacer eco del problema y comienza a hacer cumplir la promesa.

Muchos creyentes sabotean su propio avance alimentando su montaña con confesiones negativas. Cada vez que hablas de lo imposible que es algo, fortaleces la montaña. Cada vez que repites el miedo, lo empoderas. Cada vez que repites la duda, la refuerzas. No puedes vencer lo que continúas magnificando. Cuando tu atención es consumida por el tamaño del problema, tu fe disminuye, pero cuando tu atención cambia a la autoridad que Dios te ha dado, la montaña comienza a encogerse. Tu montaña no es el problema, tu enfoque lo es, y tu enfoque está moldeado por tus palabras. Tu boca es un arma espiritual y cada palabra que hablas está elevando la montaña más alto o ordenándole que se mueva.

Ordenar a la montaña no significa gritar con frustración, significa hablar con autoridad desde tu posición en Cristo. No le ordenas a la montaña en tu propia fuerza, le ordenas en Su nombre, le ordenas con Su Palabra, le ordenas con la confianza de alguien que sabe que el cielo respalda cada declaración alineada con la Escritura. La autoridad fluye de la identidad. Cuando sabes quién eres, tu voz tiene peso; cuando sabes lo que Cristo te ha dado, tus palabras tienen poder. El enemigo quiere mantenerte ocupado describiendo problemas para que nunca descubras la autoridad que tienes para cambiarlos.

Cuando le hablas a la montaña, algo cambia dentro de ti antes de que cambie a tu alrededor. El miedo pierde su control, la duda pierde su volumen, la esperanza comienza a levantarse, la fuerza comienza a regresar. Tu espíritu entra en alineación con la verdad de Dios. La orden que das no es solo para la montaña, es para tu propio hombre interior. Te recuerda que no eres débil, que no estás derrotado, que no eres impotente; eres un creyente con autoridad, un hijo de Dios con dominio, una vasija del Espíritu Santo con poder que mueve cosas imposibles. Y una vez que comienzas a ordenar, tu perspectiva cambia; dejas de ver la montaña como algo destinado a aplastarte y comienzas a verla como algo destinado a probar la autoridad que portas.

Ordenar a la montaña requiere consistencia. Hablas hasta que se mueva, declaras hasta que cambie, te mantienes firme hasta que el avance se manifieste. La montaña puede resistir al principio, pero no puede resistir para siempre. Las montañas son temporales, la Palabra de Dios es permanente, tu autoridad es permanente, el nombre de Jesús es permanente. Cuando estos chocan con la montaña, la montaña debe obedecer. No puede permanecer arraigada cuando es confrontada por la Palabra hablada con fe. Tu orden se convierte en el instrumento que el cielo usa para traer la victoria que ya te fue prometida.

Cuando dejas de describir la montaña y comienzas a ordenarle, entras en una nueva dimensión de madurez espiritual. Dejas de ser una víctima de las circunstancias y te conviertes en un vencedor sobre ellas. Dejas de reaccionar y comienzas a gobernar. Dejas de ser influenciado por la situación y comienzas a influenciarla. Te mueves de hablar sobre lo que está mal a hablar lo que Dios ya ha declarado correcto. Ahí es donde se encuentra la victoria, ahí es donde ocurre el avance, ahí es donde las montañas se mueven.

 

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