"LAVANDO LOS PIES" Y "LA TRAICION" - Por George M. Lamsa
FRAGMENTO DEL LIBRO “MI VECINO JESÚS”
Una visión de nuestro Salvador a la luz de su lenguaje,
gente y tiempo. Escrito en 1932 por la mente oriental de George M. Lamsa.
Traducido por Juan Luis Molina y Claudia Juárez.
CapituloXII. Lavando los Pies
Cuando Jesús se encontraba en Betania, sus amigos le insistían para que no subiese a Jerusalén. Sabían de antemano que sería arrestado. Muchos de ellos habían oído decir que los fariseos y sacerdotes estaban tratando de echarle mano y capturarlo. Le imploraban que no atendiese a la Pascua en ese año. “Rabí, es mejor que no pongas los pies allí este año. Volvamos antes a Galilea,” le dijo Pedro con el corazón quebrantado y las lágrimas corriéndole por las mejillas. Ni tan siquiera su madre, que había venido a verle, o Marta y María que lo amaban tanto, pudieron hacer que mudase de idea en sus propósitos. Sus discípulos se dieron cuenta de que estaba decidido y de que muy pronto les sería quitado de su lado.
Mientras ellos se encontraban en Galilea, los sacerdotes en Jerusalén habían hecho todo lo posible por capturarle. Pero en Galilea las cosas eran diferentes; porque allí los sacerdotes tenían muy poca influencia, y además, la gente de Galilea no tenía buenas relaciones con los de Judea. Prevalecía una muy arraigada antipatía racial mutua. Los de Galilea despreciaban a los judíos del sur porque acataban los términos Romanos y Herodianos y soportaban todo con tal de no perder los ingresos que el templo les daba. Además, la mayoría de esta región del Norte se encontraba más o menos anexada a la provincia romana de Siria. Jerusalén era la capital. El templo, que había llegado a ser la institución más sagrada en la vida de la nación, se identificaba con el gran Sanedrín. El gobierno del Senado se hallaba también en la Santa Ciudad. Los romanos eran diplomáticos. Ellos complacían a las autoridades eclesiásticas judías con el fin de ser capaces de gobernar a los rebeldes judíos del sur. ¿Qué más daba si el Sanedrín le pidiese al gobernador romano que arrestase y asesinase a un judío de su raza? Los romanos estarían dispuestos a todo para complacerles.
A medida que se acercaba la hora, los discípulos comenzaron a pensar como verse libres de todo, pensando en su propio futuro. “Supongamos que lo arrestan y lo matan, y como resultado, ¡el pueblo se sublevará contra los sacerdotes! aprovechando esa oportunidad para quitar su yugo sobre nosotros. ¿Quién entonces tomara las riendas? ¿Quién será su sucesor?” -Jesús nunca había escogido un sucesor. Él les había prometido que estaría siempre con ellos. Algunas veces había hablado acerca de su muerte, pero daba la impresión cuando lo hacía que, su muerte, ocasionaría la victoria sobre sus enemigos. Tenían la esperanza de que habiendo durante todo el tiempo hecho tantas maravillas, pudiese al final hacer un gran milagro que les hiciese doblar sus rodillas a los sacerdotes delante de él. Además, fueron avisados de que algunos de los sacerdotes no querían arrestar a su Maestro por temor a un levantamiento y a una revolución sangrienta.
Entonces se persuadieron nuevamente de que, mientras estuviese muriendo, él podría mostrar alguna señal sobrenatural que cautivase el corazón de la gente y se volviese para él. Ellos también pensaron que, tal vez moriría, para despertar el sentimiento en el público para que luchasen por su causa. No sería nada extraño o inusual. Hubo hombres que hicieron bastante menos que Jesús y que ejercieron una mayor influencia sobre sus seguidores después de muertos que cuando estaban vivos. Juan había sido mandado decapitar por un rey que no era de sus contornos, un nieto de un usurpador de Idumea. Pero el pueblo nunca toleraría el asesinato de un profeta por manos de los líderes religiosos de su propia raza. ¡Especialmente un hombre tan loable como Jesús! Si esto sucediese, sus discípulos tendrían que ocupar su lugar y llevar a cabo su obra.
¿Quién, entonces, sería el cabecilla del movimiento? ¿Quién tendría suficiente coraje para liderar a la gente? Mateo entendía bien de asuntos de gobierno. Había pasado la mayor parte de su vida ejerciendo cargos públicos y políticos. Como diplomático que era, tal vez pudiese persuadir al pueblo; probablemente podría organizarlos y hacer que tuviesen armas y dedicarse a hacer tratos e intrigas. Así pensaba él sin duda. Pedro declaró: “A mí me encomendó sus ovejas. Debo alimentar a las ovejas y a los corderos.” Juan sugirió, “Yo soy su mejor amigo. Él me prometió que yo me sentaría a su mano derecha.” Jesús había estado escuchando la mayor parte de estas conversaciones, pero guardó todas estas cosas en su corazón y esperó a la cena que se estaba preparando, entonces, y a su tiempo, les revelaría el secreto de su ministerio.
Era día de Pascua. Salieron de Betania y subían el Monte de los Olivos. Jesús instruyó a dos de sus discípulos que fuesen a la ciudad para que preparasen la Pascua. “Encontraréis a un hombre con un cántaro de agua en su cabeza. Seguidle. Donde le veáis entrar, entrad vosotros, y decidle al señor de la casa que prepare sitio para que celebremos la Pascua.” Jesús ya había estado en este lugar público, balakhana o casa tipo cafetería, en muchas otras ocasiones cuando se encontraba en Jerusalén. El lugar era muy frecuentado por galileos y extranjeros. Conocía a su propietario y al siervo que cargaba con el cántaro de agua y servía a los convidados.
El agua siempre era invariablemente llevada en cántaros por las mujeres, excepto en el caso de que se destinase a un local público donde sólo pudieran estar hombres. Los convidados en un balakhana son siempre hombres; una sirvienta no puede ser empleada en dicho lugar. La mayoría de los que habían traído a su mujer con ellos se hospedaban en casa de amigos o familiares. Tal vez fuese este el único local disponible en todo Jerusalén para huéspedes que no tuviesen sus mujeres con ellos. En el Oriente ¿quién estaría dispuesto a invitar a trece hombres sin sus mujeres a su casa, aunque todos ellos fuesen santos?
Ya era casi de noche. La mayoría de las calles se encontraban desiertas. Unos pocos comerciantes y soldados romanos eran las únicas personas en los caminos. Jesús y sus discípulos entraron en Jerusalén de manera desapercibida. La ciudad estaba en silencio. Las trémulas lámparas de Jerusalén era lo único que se veía. Todas las personas se encontraban en casa, listas para comer la Pascua con celeridad, repitiendo así la costumbre que sus antepasados habían realizado por primera vez hacía dos mil años atrás.
Cuando llegó la hora y la cena estaba lista, Jesús y sus discípulos, de acuerdo a la costumbre, se sentaron en el suelo haciendo un círculo en una de las pequeñas habitaciones del lugar. Debido a que el pan se considera sagrado en el Oriente, los orientales creen que es un pecado depositarlo encima de la mesa, o sentarse en una silla mientras se come. El diablo sabría encontrar un sitio entre la silla y el suelo, piensan ellos. Cuchillos y tenedores no deben tampoco tocar en el pan sagrado; debe ser troceado con las manos solamente. Las mesas eran desconocidas, y todavía son desconocidas en muchos países orientales. El pequeño grupo de amigos estaba sentado en el suelo, sus piernas cruzadas, sus sombreros en sus cabezas, y sus zapatos dejados fuera de la habitación. Los criados comenzaron a servir la bandeja de la Pascua: cordero, vino y panes sin levadura. Esta era la comida que todos los judíos tenían que comer en aquella noche, y Jesús tenía que comerla por última vez con sus discípulos. Un vaso de barro, una pequeña jarra llena de vino, dos o tres bandejas, de acuerdo al número de los reunidos, se colocaban en el suelo sobre una base denominada pathrora.
Dos platos y dos cucharas de madera se consideraban suficientes para diez convidados. Cada convidado comía con la cuchara cuando le llegaba su turno y se la pasaba quien se encontraba sentado a su lado. Todos ellos bebían del mismo vaso. Esto no se debía a costumbre alguna en particular, sino para ahorrar platos, vasos de barro y cucharas. Los orientales no le tienen miedo, ni creen en los gérmenes.
El vaso se ponía en medio y así estaba siempre cercano de todos los que hacían parte en el círculo. La jarra se encontraba cerca de Jesús. Él tenía que purificar el vino y beber de él primero. Antes de comenzar a comer, Jesús se puso a lavar los pies de sus discípulos. Tomó con él un delantal de los criados y se lo ató a su cintura dejando con todo esto confuso a Pedro. “Maestro, a mí no. No permitiré que hagas eso.” Pero Jesús comenzó a explicarles que, el más grande entre ellos, debía ser el más pequeño; que aquel que quisiese ser su maestro, debía ser siervo de todos. Él les había dicho que a nadie llamasen Rabí; que no procurasen el poder político; porque el reino de su Maestro no era de éste mundo. Ellos no tenían que buscar posiciones temporales en su reino. Esta fue la respuesta a todas las discusiones referentes al liderazgo que habían estado entablando en Betania. Jesús estaba dispuesto a lavar los pies de todos, incluso también los de Judas.
Capitilo XIII. La Traición
Era un día de regocijo para todos los judíos, y todo en Jerusalén estaba listo para la Pascua. Algunos de los discípulos olvidaron por un tiempo la conversación que habían tenido y estaban felices. Otros estaban tristes desde que se sentaron a comer y observaban a su Maestro que les hablaba de su muerte, de su propia muerte, pero también se refirió a uno de ellos diciendo: “De cierto, de cierto os digo que uno de vosotros me entregará.” Estaban atónitos y llenos de miedo. Se olvidaron de la comida y se miraban unos a otros. “¿Seré yo, Maestro?” preguntó Judas. Jesús respondió, “Aquel que mete su mano en mi plato.” Aquel mismo era Judas. Estaba sentado al lado de Jesús, pero él estaba comiendo de otro plato, también, de vez en cuando comía del plato cercano a Jesús. Judas mudó el color de su semblante. Se había comportado de manera extraña toda aquella semana, pero de todas maneras se sorprendió de cómo su Señor había descubierto los secretos planes que había hecho.
En el Oriente los siervos son siempre muy cuidadosos a la hora de preparar los platos. El mejor plato, con la comida más deliciosa, se coloca siempre delante de quien preside y de aquellos que se encuentran sentados más cerca de él. En esta parte de la mesa, la comida es más abundante y rica. Pero los convidados no se cohíben de extender sus brazos hacia los demás platos. Los platos se intercambian, el pan se pasa de mano en mano, la comida es envuelta en finas hogazas de pan, se pone en envoltorios, y se lleva para casa. La peor cosa que se puede hacer es pasar un trozo de pan embebido en la sopa a su amigo. De acuerdo a la superstición común entre orientales, cuando se le pasa un trozo de pan embebido del cual se ha comido ya un poco, eso significa el rompimiento de la amistad entre los dos hombres.
En el transcurso de la cena Jesús tomó el pan y lo partió, diciendo, Sow akhul hana pagre, “Tomad y comed; éste es mi cuerpo.” Fijó su vista en el cordero que iban a comer. Al cordero lo identifican todos los judíos con la salvación de su raza. A los ojos de Jesús, sin embargo, este cordero no era otra cosa sino la carne muerta de un animal sacrificado en contra de su voluntad. “Esto no es nada; no piensen más así de este cordero. Este rito ha sido abolido. No más corderos, no más sacrificios. Dios está hastiado de la sangre de animales sacrificados cada día. Olvidaros ya de Egipto. El cordero de Egipto no puede libertaros de la esclavitud del pecado. Nunca serán personas libres. Aun ahora estáis bajo el yugo de Roma. Sois esclavos de vuestro pecado. Este cordero solo ha servido para vuestros padres temporalmente como una representación del que estaba por venir, pero de aquí en adelante yo soy el Cordero. Yo soy el Cordero de Dios; el cordero que la humanidad ha escogido para ofrecerle a mi Padre. Este es mi cuerpo, el sacrificio último y eterno. ¿Por qué tendrían que morir inocentes animales por culpa del pecado de los hombres? De aquí en adelante, cuando hagáis esto, lo haréis en memoria de mi.”
Mientras estaban comiendo, tomó el jarro y vertió en un vaso un poco de vino tinto, omitiendo así los protocolos de etiqueta formales con sus discípulos. El vino que alegra el corazón de los hombres era para Jesús una copa de dolores. El vino representaba la sangre que tenía que derramar sobre la cruz. No era como la sangre que los hebreos pusieron en el dintel de sus casas antes de salir de Egipto, para distinguir las casas de los hebreos de las que eran de los egipcios. Su sangre sería un nuevo pacto, no ya solamente para los judíos, sino también para toda la humanidad. Sow eshtaw minney culkhon. Hanaw dem dad-yatekey khdata daglap sageye miteshed lshokana dagtahey: “Tomad y bebed; ésta es mi sangre del nuevo pacto que es derramada para la remisión de los pecados.” Jesús había bebido todo el contenido del vaso en memoria de la salvación de su gente. Había hecho en su memoria beber a sus discípulos. El énfasis en arameo se halla en kolma, “siempre que,” lo que significaba que “cada vez que lo hiciereis,” o, cuando de aquí en adelante lo hagáis en los subsecuentes años.
Jesús sabía que aquella misma noche los fariseos y los altos sacerdotes también estaban bebiendo la misma copa. Pero para ellos era una copa de victoria. Porque, al fin y al cabo, ya habían triunfado sobre su enemigo, aquel que había procurado destruir los negocios que tanto trabajo les había costado edificar. Todo esto ya no tenía nada que ver con Egipto. En lo que les concernía, para estos sacerdotes todas estas celebraciones religiosas ya habían perdido hacía mucho tiempo la mayor parte de su significado. Con lo que se preocupaban ahora, eso sí, era con el profeta de Galilea, aquel que pretendía la silla que ellos estaban ocupando.
La frase proferida en arameo, “este es mi cuerpo y esta es mi sangre” lleva consigo al cordero sacrificado anteriormente en Egipto. Aunque Jesús se refería a los elementos en la mesa, sus palabras invitaban a la imaginación de sus discípulos al origen de esta antigua costumbre, la carne y la sangre de un cordero que sus padres habían comido rápidamente mientras dejaban atrás la tierra de su exilio.
El sol ya se había puesto detrás de las colinas. El radiante cielo de Palestina se volvió en oscuridad, y la luz del día decaía en el horizonte. La Fiesta de la Pascua había terminado. Ahora había que buscar algún sitio donde reposar. Jesús y sus discípulos, excepto Judas, decidieron dirigirse hasta Getsemaní, la meseta al noroeste del Valle de Cedrón a la vista del templo. La mayoría de la gente se encontraba dormida, a excepción de los viajeros ocasionales, pastores que vigilaban sus rebaños, y alguna gente extraña que por ocasión de la fiesta no encontraban sitio donde reposar, pero los sumos sacerdotes también estaban despiertos, reuniendo un concilio.
Jesús apartándose de sus discípulos los dejó descansar en la meseta cerca del valle y escaló hasta la cima del monte desde donde se divisaba Jericó, alejándose así de sus enemigos y discípulos. Un sitio maravilloso para intimidar y orar, y desde donde escapar si fuera necesario. Allí se mantuvo en oración. El momento más amargo de su existencia se aproximaba. O se entregaba en manos de los hombres, o se evaporaba escapándose y desaparecía; pero esta última decisión sería una cobarde alternativa, especialmente para un galileo. Sus discípulos dormían. Se encontraban agotados y no pudieron mantenerse vigilantes en oración.
En aquella silenciosa hora de oración y agonía, aquel anochecer en Getsemaní, ¡en las largas horas de soledad! Jesús enfrentaba ahora la segunda tentación. Era ahora cuando tenía que decidir su futuro. Su fin en la tierra había llegado. Uno de sus discípulos se había vuelto contra él. Los demás se encontraban desilusionados y durmiendo pacíficamente. El mundo pasó frente a sus ojos, teniendo una vez más delante de sí el mismo diablo que lo había tentado en el desierto. La tentación era el doble de fuerte esta vez. Ahora Jesús no tenía hambre de pan, ni sentía el deseo de ser gobernador de ningún reino.
Hubo hombres que ayunaron durante cuarenta días en el desierto y que sobrevivieron. Reinos habían sido perdidos, honores declinados, coronas desechadas, pero la vida era más estimada o apreciada que todo en el mundo. Hombres ricos despreciarían sus millones con tal de que sus vidas pudiesen ser prolongadas al menos por una hora, pero para Jesús la muerte significaba la vida. El fracaso era triunfo. Los asuntos físicos y materiales no le importaban para nada. Sólo miraba al espíritu que no puede la muerte destruir. La muerte, que los hombres decían ser una calamidad, era para él un verdadero triunfo y victoria. Hasta ahora, él se había aparecido delante de los ojos de sus discípulos y lo reconocían como un hombre vivo, pero en breve sería venerado como un dios. Jesús apenas había comenzado a vivir y a escribir una nueva doctrina en los corazones de los hombres. En el pasado había estado viviendo oculto en los montes de Judea y alrededor del Mar de Galilea, pero ahora llegaría a vivir en todo el mundo y en la intimidad de los corazones de los hombres.
Durante aquellas silenciosas horas de oración, Jesús tenía que decidir entre seguir viviendo para sí mismo o vivir para el mundo, si la voz que le había murmurado a sus oídos en el Rio Jordán era de la voz de Dios, o simplemente un fue un eco proveniente del vacío. Los profetas habían predicho los sufrimientos del Mesías. Las escrituras tenían que cumplirse. Si Dios estaba con él, ¿qué diferencia podría hacer si estaba vivo, tanto como si muriese? Moisés había muerto hacía unos doce siglos atrás, pero ahora se encontraba realmente vivo en los corazones judíos. Mientras estaba vivo era odiado, sus Mandamientos quebrados. Ahora era amado, y sus leyes se observaban estrictamente. Jesús mismo tenía que morir porque, a los ojos de los judíos, él no respetaba la ley, ni guardaba el sábado como ellos suponían que debería hacerlo.
Esta era la oportunidad más grande para su adversario, el diablo. Había otro adversario, tal vez superior al diablo –la siniestra muerte, del cual han sido sus víctimas toda la raza humana. Este tan temido enemigo de la humanidad, estaba ahora echándole mano y esperando por los clavos que le horadarían sus pies y manos. Por un momento Jesús pensó que tal vez pudiese escaparse descendiendo desde Getsemaní a Jericó, y cruzando el Jordán hasta el desierto. ¿Quién lo encontraría? Entonces comenzó a cuestionarse a sí mismo sobre todo este asunto si merecería la pena. Su cuerpo humano protestaba y se resistía. La carne era débil pero el espíritu fuerte. “¿Por qué debería morir yo por esta clase de gente? ¿Qué es lo que pensarían mis amigos de mí? Mi madre caería en desgracia, y el impacto que le produciría una muerte así la mataría. La gente pensará siempre que yo estaba equivocado, y que esa fue la causa por la que me encontré con una muerte así. ¿Por qué debería yo ser asesinado por gente de mi misma fe? ¿Por qué tendría que ser tratado como un traidor, un blasfemo? Ellos nunca comprenderán mi posición o decisión.”
Mientras estaba orando, gimiendo y pensando, se perturbó con un leve ruido causado por las hojas secas en la serranía, o tal vez por viajeros que venían desde el norte. Se volvió apresurado hacia sus discípulos. “Levantaos, vámonos, porque aquel que me entrega se está acercando.” Ellos se despertaron, pero no vieron a nadie. Y él se volvió de nuevo para orar.
Mientras estaba orando, Jesús de vez en cuando dirigía su mirada hacia Jerusalén, y algunas señales de luz y sonido de voces en la distancia le produjeron aun más temor. Les había dicho a sus discípulos que durmiesen mientras él seguía orando. Arrodillado sobre las blancas piedras de Getsemaní, Jesús estaba de nuevo sumergido en sus pensamientos. Vio el símbolo de su cruz en pie delante de sus ojos, y a sí mismo puesto sobre ella. Había visto a otros galileos morir ejecutados de manera similar. Cuatro judíos que habían sido arrestados iban a morir así después de la Pascua. En medio de ellos estaría el Hijo de la humanidad, y la humanidad sería salva por su muerte. También el diablo que lo había tentado en el desierto se encontraría allí, pero en ese momento no se esforzaría en tentarle. Estaría sobre él como un vencedor que había conquistado a su enemigo; con sus brazos cruzados sobre su pecho y con una pretendida señal de simpatía por aquel que no le había hecho caso. “Si me hubieses escuchado no habrías acabado así. Habrías sido la gran estrella de esta Fiesta. En vez de ser recibido con honras por aquella insultante procesión de niños y pobres cuando entraste en la ciudad, habrías sido recibido por los eminentes sacerdotes de brazos abiertos.”
Pero Jesús se mantenía en silencio, con lágrimas en sus ojos. Ave, in mishkha nibran casa hana bram la akh dinna, savena ela akh datt. “Padre mío, si es posible, que pase de mi esta copa; pero que no sea mi voluntad, sino la tuya.” Tenía que beber una copa que los sacerdotes de su Padre habían llenado de veneno. El se había autoproclamando como rey, pero sólo para llevar una corona de espinas. Por unos instantes se abstrajo pensando en sus discípulos y en su madre a quienes iba a dejar. El amaba la vida y amó a los que le conocieron.
Había más cosas que hacer, pero las podría dejar todas para después. No tenía miedo a la muerte que solamente puede destruir el cuerpo. El temido sheol, el lugar de sombras y tinieblas, no podría retenerlo. No podría separarlo del Dios Viviente. Él podía haberse escapado con sus discípulos a lugares donde sus enemigos nunca hubiesen podido perseguirle, pero para él todo había terminado. Tuvo que venir a Jerusalén sólo para morir y acabar de esa forma.
Eran cerca de las nueve de la noche. En el oriente las personas se van a descansar muy temprano: se van a dormir cuando el sol se pone y se levantan cuando sale. Era muy tarde para estar levantado de acuerdo a la costumbre de la silenciosa ciudad. Pero ya no tendrían que esperar mucho más tiempo. En breve los guardas del templo y los siervos del sumo sacerdote descenderían desde el patio del templo, y llevando consigo linternas en sus manos atravesarían el valle de Cedrón y se introducirían en el Jardín de Getsemaní. Allí los dirigiría quien le entregaba. Jesús vio las trémulas lámparas de aceite. En pocos minutos los oficiales, acompañados por Judas, estarían en el Jardín buscando a Jesús.
“¿A quién buscáis?” les preguntó Jesús. “A Jesús de Nazaret.” Y él replicó, “Yo soy.”
Habían salido contra él como se sale para arrestar a un criminal. Pero Jesús, con suaves palabras, les dijo que él era el hombre que ellos querían, y les imploró que dejasen ir libres a sus discípulos. Los guardias estaban atónitos con la humildad de este hombre. Esperaban que el galileo ofreciese al final alguna resistencia, pero rápidamente se dieron cuenta de que sus espadas y puñales serían innecesarios en el arresto. Jesús no opuso ninguna resistencia. En pocos minutos sus manos fueron atadas detrás de él y fue llevado al palacio del sumo sacerdote.
Inmediatamente algunos de los siervos fueron a despertar a los miembros del Sanedrín que no hacían parte del concilio, y les pidieron que se presentasen rápidamente en la casa del sumo sacerdote. Algunos de estos hombres de cierta edad no sabían porqué habían sido llamados a tan altas horas. No sabían quién era Jesús, y nunca habían oído hablar de él. “¿Cuál Jesús?” preguntaron a los siervos. “El Rabí, el hombre de Galilea. El hombre que había estado creando tantos disturbios entre los fieles y devotos.” Mientras se dirigían a la habitación donde se celebraba el concilio vieron a Jesús, rodeado por guardias, esperando en un cuarto exterior para ser llamado. Tan pronto como se juntaron en la asamblea, Jesús fue traído en medio de ellos. El sumo sacerdote clamó en voz alta para que todos le escuchasen. “Este es el hombre, Jesús de Nazaret, un galileo, que durante algún tiempo ha estado perturbando la paz de la nación; el hombre que ha estado tratando de estorbarnos a nosotros y a nuestras familias.” Jesús se mantenía en silencio en medio del círculo hecho en la sala del consejo, mientras los miembros del Sanedrín se recostaban en las almohadas de seda y sus rostros se fijaban en la faz del prisionero.
Para Jesús esta era una ocasión única. Durante unos instantes se olvidó de lo que estaba sucediendo y del motivo porque se encontraba allí. La solemnidad del momento sobrepasaba todo lo demás. Mientras los dignatarios judíos hablaban, él se mantuvo observándolos atentamente, como si él no tuviese nada que ver con lo que estaba ocurriendo. Algunos pensaron que estaba loco; otros pensaban que se encontraba simplemente aterrorizado. Fue la primera vez en su vida que se hallaba tan cerca y tan a la mano de los sumos sacerdotes y los gobernadores de su raza. Aquel mismo formidable sumo sacerdote a quien él raramente había visto desde lejos, entrando y llevando consigo las Sagradas Escrituras al Lugar Santísimo, se encontraba ahora recostado en una lujosa y confortable almohada delante de sus ojos, sentado para juzgar.
Durante unos instantes se quedó examinándolos. Observaba cada uno de los movimientos que hacía el sumo sacerdote y de aquellos que se encontraban sentados a su lado, pero a sus ojos, éste grupo de hombres piadosos no era mejor que una horda de bestias irracionales. Ejercían altos cargos eclesiásticos, pero eran muy bajos en sus intenciones y en carácter. Se suponía que eran los guardianes de los libros sagrados y de la ley, pero en realidad, ellos eran líderes del engaño, y unos ignorantes de las Escrituras y de la verdad. La mayoría de ellos, especialmente los que ostentaban cargos más elevados, habían engordado mucho con la carne de los sacrificios. Secretamente se comían las mejores partes de lo que era supuesto ser una ofrenda especial depositada sobre el altar de oro en el templo. Se emborrachaban bebiendo el vino santificado y se comían el pan que se hallaba puesto en el Lugar Santísimo. Nunca se preocupaban con nada, excepto cuando dividían entre sí las provechosas riquezas depositadas en el templo, y entonces muy a menudo se engañaban astutamente unos a otros. Había miles de estos afortunados eclesiásticos entre los que se repartían estos privilegios del templo, y quienes habían encontrado una manera fácil de vivir bajo el manto aparente de “sacerdotes de Dios.”
Después de algunas pocas formalidades en los trámites judiciales, fueron puestas delante de Jesús todo tipo de acusaciones y de falsos testigos, pero él no respondió a ninguna de sus preguntas y provocaciones. ¿Para que habría de responder? Cuando el sumo sacerdote le preguntó por qué no respondía a las acusaciones que hacían contra él, Jesús le dijo: “Si yo os respondiese, vosotros no me creeríais, ni tampoco me soltaríais.” Entonces el sumo sacerdote rasgó sus vestiduras. Debía incitarle a decir algo para poder condenarle. Entonces lo puso bajo sagrado juramento y le hizo jurar en el nombre del Dios Viviente: “Dinos abiertamente, ¿eres tú el Cristo, el Hijo del Dios Vivo?”
El tiempo de Jesús para hablar había llegado. Ya no podía permanecer más en silencio. Pero él no respondería sí o no, sino “Tú lo has dicho.” Las palabras arameas Att amaratt significan “TÚ lo dices,” o “Yo no entiendo bien lo que tú quieres decir con el ‘Hijo de Dios’.” Jesús sabía que ellos solamente le habían entendido literalmente. La religión pagana gozaba de una fuerte influencia en Palestina durante aquel tiempo. Los dioses griegos y romanos tenían esposas, concubinas e hijos. Jesús siendo galileo y prácticamente un gentil (extranjero de otra nación) a los ojos de los judíos, lo que enseñaba acerca de Dios era considerado sospechoso a sus oídos. Aunque los judíos se referían a Dios como Padre y a los hombres como sus hijos, ellos eran intransigentes e intolerantes acerca de otros paganos conceptos de dioses, que habían sido concebidos y nacidos como seres humanos.
Hubo un momento de pausa y silencio. Jesús debía responder ahora o negar el título, y además tendría que responderles con sumo cuidado. “De cierto os digo que desde ahora veréis Lawrey d´nasha, al Hijo del hombre sentado a la diestra del poder, y viniendo entre las nubes del cielo.” Los sacerdotes habían escuchado con sus propios oídos sus palabras, y ya no había necesidad de más preguntas. Su afirmación de sentarse a la diestra de Dios fue suficiente para condenarlo.
Jesús no respondió directamente. Si lo hubiera hecho, su respuesta hubiese sido “Aen” que significa “Sí,” o “La,” que significa “No.” Att Amaratt sin embargo no es una respuesta definitiva. Antes bien ponía en duda la pregunta. Jesús no estaba tratando de ocultar que él era el Hijo de Dios. Él sabía muy bien el por qué el sumo sacerdote le habían puesto bajo juramento cuando le hizo esa pregunta. De acuerdo a la ley judía es contrario a la ley hacerse a uno mismo igual a Dios. La blasfemia es castigada con la muerte. El anciano sumo sacerdote no había comprendido el significado de que Jesús era el Hijo de Dios y la Paternidad de Dios. Jesús no estaba dispuesto a condenarse a sí mismo a través de la ignorancia teológica de sus acusadores. Eso hubiese significado el suicidio.
Los judíos habían perdido su independencia política hacía ya mucho tiempo, por eso ellos no podían entregar a ningún hombre a la muerte. Eso era algo que tan solo le competía decidir a los gobernadores romanos. Así, pues, de acuerdo con la ley, trajeron a otros testigos para que testificasen que Jesús había dicho que él era un rey, y que le había dicho a la gente que no pagasen impuestos a Roma; que había incitado a una rebelión en Galilea y a través de toda Judea. Estos eran cargos muy graves de tipo político. Acusaciones como que él era el Hijo de Dios o que en la vida venidera se sentaría a la diestra de Dios, eran inmateriales y sin ningún peso para el procónsul romano, quién decía de si mismo ser hijo del Emperador. A los ojos o parecer de millones de súbditos romanos, Tiberio era considerado como un dios superior que Jehová, cuyo pueblo y tierras habían conquistado los romanos.
Jesús fue conducido fuera del palacio hasta una habitación adyacente para que los sacerdotes y los miembros del Sanedrín no le tocasen. Él era un hombre condenado, y cualquiera que le tocase, aunque fuese sólo accidentalmente, sería considerado impuro durante la semana de la Pascua. Los siervos pasaron las primeras horas golpeándole, tapándole sus ojos, apaleándole, y burlándose de él pidiéndole que profetizase.
Fue durante este tiempo, mientras Jesús salía del palacio del sumo sacerdote y lo llevaban hasta una de las habitaciones de los criados, que vio a Pedro y escuchó como renegaba de él. Una de las mujeres que guardaban la puerta había visto a Pedro y le había reconocido. Le dijo que ciertamente él era uno de los seguidores galileos de Jesús. Pedro lo negaba, blasfemando y maldiciendo, diciendo que jamás había visto o conocido a aquel hombre. Cuando aquella mujer lo vio mejor a la luz de la hoguera, afirmó que él era uno de sus seguidores. Uno de los presentes lo reconoció por la manera de hablar de Pedro: él hablaba en galileo arameo. Los judíos del sur hablaban arameo caldeo. Los dialectos diferían y podían distinguirse bien sus diferencias y hacerse notables.
Por la mañana del miércoles, la procesión comenzó a salir de la casa del sumo sacerdote, dirigiéndose al palacio del gobernador. Algunos miembros del Sanedrín, con algunos de los escribas y eminentes fariseos, marchaban a la cabeza, acompañados de Caifás, el sumo sacerdote y seguidos por los que atendían en el palacio. Jesús venía después, rodeado por siervos y escoltado por algunos de los guardas del templo.
La procesión se dirigía hacia el palacio de Herodes, ocupado ahora por el gobernador romano. Las estrechas calles se encontraban plagadas de gente; había hombres y mujeres de pie en las azoteas. Multitudes de gente comenzaron a salir de las minúsculas casas de Jerusalén. Algunos de ellos siguieron a la procesión, maravillándose con lo que había sucedido en las silenciosas horas de la noche. No sabían de nada. La Pascua les había ocupado todos sus pensamientos. Mujeres con sus manos cubiertas de harina salieron para ver lo que estaba sucediendo en la calle. Tanto la fiesta como el culto en el templo habían caído en el olvido ante la magnitud de la colorida procesión de dignatarios judíos, tan única en su carácter. La rivalidad que existía entre las casas de Anás y Caifás había sido también puesta a un lado. Parecía como si una buena noticia, un anuncio de libertad, hubiese llegado desde Roma.
La procesión se abrió camino a la fuerza entre la masa de gente que se encontraba de pie frente al palacio. Era un espectáculo impresionante. “¿!Qué podría haber más excitante a los ojos de los espectadores que ver a un simple pastor, que a través de varios malos entendidos había sido proclamado como rey político, y que había hecho despertar la indignación en la gente y que ahora estaba listo para ir a la cruz!?
Algunos de los hombres exclamaron: “¿Quién es éste hombre? ¿No es éste aquel que unos pocos días antes entró encabezando aquel festejo de los galileos?” “Si, es él, aquel que decía de sí mismo ser Cristo el Rey,” replicaron algunos que caminaban al lado de la solemne procesión.